Crónica: Tres décadas de impunidad en muerte de Monseñor Romero
Un 24 de marzo de hace 30 años una sola bala, calibre 22, recorrió unos 35 metros del pasillo central en la capilla del Hospital de la Divina Providencia de San Salvador para asesinar a Monseñor Oscar Arnulfo Romero y hacer nacer, en la religiosidad popular, a San Romero de América.
Aquel 1980 fue un intenso año de horror en el pequeño país centroamericano. Se calcula que hubo más de 11 mil asesinatos políticos, incluyendo unos 35 durante el sepelio de Monseñor Romero.
En aquel rosario de sangre, apenas dos meses después de la muerte de Monseñor, unas 600 personas fueron masacradas en un pequeño poblado a orillas del Río Sumpul, en la frontera de El Salvador con Honduras.
Como periodista fui de los primeros en acudir al escenario de la tragedia. Me quedé en la orilla hondureña del río, nadie se atrevió a cruzarlo y llegar a los restos del poblado.
La advertencia fue clara: “en La Arada todavía hay francotiradores del ejército aguardando a quienes lleguen a recoger sus muertos”. La metáfora, a la distancia, de las aves rapaces es imborrable.
Pese a que ya no se escuchaba ningún tiro, el miedo era tan denso que se percibía en la respiración de las personas y nadie entre los entrevistados se declaró testigo o sobreviviente, pero sí circulaban, en voz baja, testimonios y relatos de lo ocurrido.
La brutalidad exhibida por los militares, tantas veces repetida, fue la misma que un día antes de su muerte hizo exclamar a Monseñor Romero: "En nombre de Dios, en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el Cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, que cese la represión."
Hay quienes afirman que esa invocación selló su suerte, pero en realidad el propio Monseñor había denunciado antes la gravedad de las amenazas que estaba recibiendo.
Eran muchas las muertes decretadas en 1980, una de ellas había sido dictada en el Vaticano contra la Teología de la Libración, de la que Monseñor Romero no era un teórico sino un practicante.
La ordenada contra su integridad física por el ex mayor de la Guardia Nacional, Roberto D´Aubuisson llegó cuando se presentó la oportunidad. Para ese lunes del atentado se había divulgado en la prensa salvadoreña la invitación a un oficio religioso que Monseñor daría, a puertas abiertas, en la pequeña capilla de la congregación donde vivía.
El informe de la Comisión de la Verdad para el Salvador, realizado con el apoyo de Naciones Unidas en 1992-1993, incluyó entres sus conclusiones sobre el asesinato de Monseñor Romero que:
1. “El ex-Mayor Roberto D’Aubuisson Arrieta dio la orden de asesinar al Arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad, actuando como “escuadrón de la muerte”, de organizar y supervisar la ejecución del asesinato.
2. Los capitanes Álvaro Saravia y Eduardo Ávila tuvieron una participación activa en la planificación y conducta del asesinato, así como Fernando Sagrera y Mario Molina.
3. Amado Antonio Garay, motorista del ex-Capitán Saravia, fue asignado para transportar al tirador a la Capilla. El señor Garay fue testigo de excepción cuando, desde un volkswagen rojo de cuatro puertas, el tirador disparó una sola bala calibre 22 de alta velocidad para matar al Arzobispo.
4. Walter Antonio “Musa” Alvarez, junto con el ex-Capitán Saravia, tuvo que ver con la cancelación de los “honorarios” del autor material del asesinato”.
Poco después de ese informe, el gobierno del ex presidente Alfredo Cristiani, aprobó una "amnistía amplia, absoluta e incondicional a favor de todas las personas que en cualquier forma hayan participado en la comisión de delitos políticos, comunes conexos con éstos y en delitos comunes cometidos por un número de personas que no baje de veinte, antes del primero de enero de mil novecientos noventa y dos".
La suerte de los protagonistas de los sucesos del 24 de marzo siguió rutas diferentes. El Mayor D´Aubuisson murió, a los 49 años de edad, luego de un largo padecimiento de cáncer de garganta en 1992.
La militancia del partido derechista que fundó lo sigue venerando y en su sede principal tiene una estatua de su ideólogo, el ex oficial graduado de la Escuela de las Américas.
Del Capitán Alvaro Saravia, juzgado y condenado en EEUU, se dice que escapó a la sentencia y vive clandestinamente en Honduras, pero no se ha comprobado.
¿Por qué esos hombres se atrevieron a tanto con Monseñor Romero? Para los analistas salvadoreños, su ejecución fue una advertencia clara en aquella época de que el poder no se detendría ni siquiera ante lo más sagrado e inviolable para un pueblo tradicionalmente creyente: su pastor.
Los hechos posteriores lo confirmaron: el conflicto salvadoreño dejó como saldo más de 75 mil muertes y miles de heridos. Cifras terribles pero que nunca ilustran lo suficiente el dolor y el daño provocado. Tanto que las heridas siguen abiertas.
Tres décadas después la impunidad se mantiene como lápida alrededor de tanto crimen, pero entre ella el legado de Monseñor Romero sigue vigente, aunque no necesariamente más vivo.
“Muchos pensadores seguramente escribieron inspirándose en su pensamiento o en su ejemplo de solidaridad con los más vulnerables y el sueño de un mundo mejor”, comentó a RNW el historiador hondureño Marvin Barahona.
Sin embargo, advierte que a partir de los años 90, con la imposición en la región del modelo neoliberal, “se ha ido creando un abismo entre los postulados de Monseñor Romero y los del mundo académico en el que se construyen las ciencias sociales, con las excepciones de rigor”.
No se trata, prosiguió, de una mala relación entre Monseñor Romero y los académicos, es que la ideología triunfante impuso sus reglas en todo y a todos, con lo que ha dejado al descubierto una falta notoria de identificación de las ciencias sociales con una parte importante del pasado de esta región y su memoria colectiva.
Donde la memoria de Monseñor Romero se acomodó sin discusión fue entre buena parte del pueblo que vivió la lucha de las utopías democráticas en Centroamérica. Allí se le recuerda con cariño y respeto.
El propio monseñor lo sabía, como se desprende de una de sus frases más citadas: “yo resucitaré entre el pueblo”.
Lo supo en vida. A fines de 1979 me tocó entrevistarlo en una iglesia cercana a la capilla donde murió. Afuera, en el atrio, había un mercadillo informal de su imagen. Desde estampas hasta llaveros, con toda la creatividad del comerciante salvadoreño. Eso me chocó y no lo comprendí afuera, sino adentro.
En el interior de la iglesia no cabía un alma, abarrotada de gente humilde ávida de justicia, y los periodistas nos disputamos quien podía estar más cerca del altoparlante para grabar la homilía. Sus palabras fueron sencillas, comprometidas, profundamente humanas y valientes. Al terminar le solicité una entrevista y me la concedió; “cuando almuerce”; me dijo.
La espera se prolongó. Luego de repartir las ostias, escuchó a los feligreses. Le contaban sus problemas, angustias y le pedían ayuda. No sorprende entonces lo que había visto en el atrio. Monseñor Romero ya no era dueño de sí mismo; pertenecía a su pueblo y a su imaginario social. Así como no podía evitar que sus enemigos y adversarios lo condenaran, tampoco podía evitar que sus feligreses lo adoraran.
El almuerzo por fin llegó, y el tiempo de mi entrevista. Se sentó en una jardinera circular, a la sombra de un pequeño árbol que reconfortaba del típico verano salvadoreño. Metió la mano en la bolsa profunda de su sotana blanca y sacó un elote cocido; la mazorca de maíz que tanto simboliza la cultura mesoamericana. Eso era todo su almuerzo. Sonriente se disculpó por contestar las preguntas mientras lo desgranaba y comía. Hace 30 años alcance a verlo cuando se convertía en leyenda.
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